miércoles, 14 de febrero de 2018

Penitente

- "Nena... ¿duermes? Tengo que decirte algo muuuuy importante" - ¿Eh?... zzzzzzzzzzz - "A Andresito le va el sadomasoquismo. ¡Es una pasada!" - De pronto, mis neuronas empezaron a hacer cálculos sobre la edad de los abuelitos; lo delicado de sus carnes y huesos; la cantidad de golpes y barrabasadas que podían aguantar esos cuerpecitos con más años que la tos y quedé gratamente sorprendida porque, a no tardar, podía verme ¡dueña de la Torre del Paseo Marítimo! por defunción de ambos.

Con los ojos como platos, dije. - ¿Quiéres decir que... ¿os zurráis? Oye, pues, qué quieres que te diga. Si es vuetro gusto y lo pasáis bien ¡Adelante! No os privéis de daros zurriagazos, romperos un hueso o abriros la cabeza...

- "No te confundas. Quién recibe es él. Y yo paso un gustazo. Se ha puesto sayas de penitente, anda por casa como un fantasma, con un cordón de esparto a la cintura, los pies descalzos y un enorme rosario, que no sé de dónde lo ha sacado, al cuello" - ¿No tendría que llevar algo de cuero?

- Al abuelito le ha pasado algo. - "Los suyos lo avergüenzan cada vez que salen por la tele en el juicio" - Que no se lo tome tan a pecho. En Sevilla enjuícian a los otros. - "Eso pensaba decirle pero primero quiero disfrutar unos días manejando la mano de moro y sacudirle como si fuera una alfombra jajajajaja" - ¡Que sádica eres!

Mientras desayunábamos, les he contado eso a Pascualita y Pepe. Ninguno de los dos ha dicho nada pero a ella le brillaban los ojos. ¡Menuda es la sirena! Ayer mismo entró el gato del vecino. Hacía años que no saltaba a mi piso. Aún debe acordarse del ataque de Pascualita. Pero ayer se le olvidó. Entró por el balcón saltando desde el árbol de la calle, que ha convertido en su dominio y es el terror de los pajarillos que anidan allí.

Pascualita oteaba el horizonte sentada en el borde del acuario cuando el gato, silencioso, entró en el comedor. Apenas dio dos pasos cuando la sirena, impulsándose con su fuerte cola de sardina, cayó sobre la nuca y clavó los dientes de tiburón para no caerse. ¡La que se montó! Se escuchaban ¡¡¡Marramamiaus!!! por toda la casa.

Logré alcanzarlos. Y a pesar de salir cubierta de arañazos, conseguí soltar a Pascualita, con un tirón brusco y lanzarla desde el pasillo al acuario. Gotitas de sangre felina salpicaron el tapete de la mesa. La sangre dejó un rastro hasta el balcón. Una vez allí se perdió entre el ramaje del árbol. Hoy todavía se lamía el pulpejo de una de sus patas donde falta un trocito de carne.

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