miércoles, 23 de marzo de 2016

Miércoles santo.

- "Nena, me llevo a Pascualita a ver procesiones" - A ver si la vas a perder. - "Si fueras tu no te digo que no, pero a la sirena ¡ni hablar!" -  La cogió del acuario, la secó, le puso un pequeño hábito y un cucurucho de galleta para helados en la cabeza. - "¡Ay, pero que guapa estás de nazarena!" - Ya sé que la abuela tiene pasión por este bicho... ¡y ceguera!  Aquel mini fantoche era de todo menos guapo. Luego la metió en el termo de los chinos empujando un poco porque con el hábito puesto quedó encajada y no entraba. Finalmente entró y antes de que salieran de casa le lancé a la abuela una velita de tarta de cumpleaños. - ¡Toma, que se te olvidaba el cirio!

Decidí salir a dar un paseo. La tarde era primaveral y media Palma estaba en la calle. Recorrí las principales vías hasta llegar a la Rambla, la antigua Rambla de los Duques de Palma de la que han sido degradados Urdangarín y la Infanta.

El surtidor de la fuente seguía echando agua. Una niña se asomó a la pileta desde el otro extremo de donde yo me encontraba. ¡Era yo, de pequeña! Y hundía las manos en el agua, agitándola alegremente y salpicando a mi hermano a pesar de la regañina que me darían mis padres. Asombrada, volví a mirar. Yo ya no estaba allí. En mi lugar, una niña alemana salpicaba también el agua. La tarde empezaba a decaer y la luz dorada del atardecer me había engañado.

Seguí, por inercia, la riada de gente que subía la cuesta del Hospital Provincial. Un enorme caserón de quinientos años en cuya iglesia se venera la imagen del Cristo de la Sangre. Por eso a la cuesta se la llama Sa costa de la Sang. La mayoría de los que subían eran mujeres, muchas se paraban en la Cerería cercana al hospital a comprar cirios. Son días de hacer caja en ese negocio.

En ese mismo punto empezaba la cola que serpenteaba internándose en la penumbra de la iglesia. Y tal como hiciera la abuela conmigo, niños de ahora llevaban en la cara el mismo temor que sentía yo al ir a ver "un muerto" al que, encima, había que tocar. Y aunque tenía ganas de largarme de allí, el punto de historia de terror que tenía aquello, me lo impedía y marchaba siempre pegada a la abuela por lo que pudiera pasar.

Un pedigüeño, iba de un lado a otro de la cuesta pidiendo limosna pero las piadosas mujeres no estaban por la labor y no vi que nadie diera algo mientras estuve mirando. Que paradoja: nada para el hambriento vivo y velas y cepillos para el Cristo que no come.

De vuelta a casa alcancé a ver a la abuela subiendo la calle Olmos. La seguían unos cuantos chiquillos gritando - ¡Queremos ver el muñeco! - "¡Fuera de aquí, malcriados o llamaré a un guardia!" - ¿De los que están en la cárcel o fuera? - Los niños saltaban a su alrededor y ella apretaba con fuerza el termo de los chinos. - ¿Qué pasa, abuela? - "Esta caterva de desarrapados a estado a punto de dar un tirón del termo" - ¡¡¡Largo de aquí!!! (grité y como por arte de magia, desaparecieron)

Para calmar los nervios, al llegar a casa tomamos unos chinchones. - "No ha sido buena idea salir con Pascualita. Una niño se ha emperrado en que le diera el "muñeco" Tanto ha llorado que su madre me lo quería comprar. - ¡Ni hablar! (le dije) - "¿Pero no ve como está mi hijo? ¡se está poniendo azul! ¡Haberlo educado mejor! (le solté) La gente se agolpó alrededor nuestro y tomaron partido por una u otra. Pascualita, para no perder detalle de lo que pasaba, se asomó más de la cuenta y ahí fue cuando la vió un crío y al momento la quisieron todos. ¿Sabes qué te digo? que si quiero procesiones me voy a El Funeral a organizar una, con varias paradas para repostar chinchón" - Si vais a dar confites, me apunto. - "Vale. Y te traes a Pascualita"

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