viernes, 7 de agosto de 2015

Las gaviotas.

Hubo una batalla campal en casa cuando la abuela despertó de la siesta y vio juntos al juez Castro y la Cotilla. No se le ocurrió otra cosa que vaciarles encima el acuario de Pascualita. Menos mal que ella estaba conmigo en la cocina, hablando con la cabeza jivarizada. Pepe no está por la labor de ir a la playa. La sirena le ha mordisqueado un poco para ver si lo animaba, pero está decaído. Será del calor pero, como no se queja, no le pongo el ventilador y sufre en silencio las altas temperaturas.

Pascualita y yo dimos un salto al oír el ruído del agua al caer al suelo y los gritos, sobresaltados, de los durmientes. Corrí a ver qué pasaba. El suelo de la salita era un mar y en el flotaban, lacias, las algas. Salvo las que adornaban las cabezas, junto con la arena, de la Cotilla y el juez. Bajo la mesita del televisor vi el barco hundido. La sirena que, al principio no entendía nada, se fue dando cuenta de que se acababa de quedar sin "casa" y sacó sus dientecitos de tiburón a pasear.

La Cotilla, que lleva unos setenta años sin ir a la playa, sentía los síntomas del ahogamiento. - ¡Me ahogo, socorro! - "No habrá suerte" - ¿Me has querido matar? - "¿Yoooooo? Os he refrescado. Estábais sudando" - El juez, chorreando agua salada, cogió su maletín y salió zumbando de mi casa. - ¡Ahora entiendo al municipal Bedulio! - ¿Por qué no les has tirado un cubo de agua, abuela? (le dije al oído) Ahora tendré que ir a la playa a por garrafas. - "¡Tenían las cabezas juntas! ¿Te lo puedes creeer?" - Claro, yo los coloqué así.

Solo la sorpresa le impidió tirarme una maceta. Espero que hoy esté calmada pero, ante la duda, me he ido a la playa con Pascualita y Pepe. Era muy temprano. Solo estábamos nosotros, las palomas y las gaviotas. He metido a la sirena en la bolsa de rejilla de acero y he atado la cadenita a un tirante de mi bañador.  Pepe iba en una bolsa de plástico, para que no se mojara, atada al otro tirante.

Ha sido un placer nadar sin chocar con nadie. A lo lejos, los barcos entraban o salían de los muelles dejando tras de sí suaves olas que nos mecían. Me relajé haciendo el muerto... Creo que me dormí y no me di cuenta de estar rodeada de gaviotas hasta que una se posó en mi barriga. Me asusté y tragué agua. - ¡Fuera de aquí! (les grité) pero solo se elevaron lo justo para para hacerme creer que se habían asustado y volvieron a su sitio. - ¡Maldita sea!

De repente empezó el ataque: unas fueron a por Pepe y otras a por Pascualita. El que la sirena  estuviera sumergida no era un inconveniente para ellas. En vuelo rasante pasaban sobre mi cabeza intentando asustarme (¡lo estaba!) y tratando de conseguir una presa. Salí corriendo del agua. En la orilla había un escalón que las olas de los barcos me impedían subir con mi gracia habitual. Me caí una y otra vez. Me sentía como un pato mareado mientras las gaviotas, insitían en su ataque.

Corrí hacia casa, chorreando y en bañador, arrastrando las dos bolsa y seguida por una bandada de ratas aladas, cada vez más numerosa. Un hombre que se apartó, presuroso, de mi camino, gritó: ¡No dejes que nos arrebaten las pensioneeeeeees!



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