viernes, 31 de octubre de 2014

Odio el cambio de hora. A las 6 de la tarde ya oscurece y tengo que entrar a tientas en casa para encender el quinqué eléctrico que está sobre el taquillón de la entrada. Es una reliquia de cuando mi abuela era hippy. Yo quise poner un interruptor junto a la puerta, como tiene todo bicho viviente, pero ella se opuso diciendo que así era mucho más original.

Pero ésta tarde no me ha echo falta encender ninguna luz porque la casa estaba llena de animetes. Sus sombras bailaban en los muebles y las paredes mecidas por una suave corriente de aire. Me puse tensa. Desde la puerta llamé al abuelito a gritos pero no contestó nadie... ¿No bastaba con poner una sola lamparilla comunitaria para todas las almas de nuestros respectivos difuntos? Al fondo, la salita brillaba como un trasatlántico en plena fiesta. Los velones de la Cotilla ailuminaban las fotos de los Amigos de lo Ajeno con gran riesgo de convertir la casa en una gran falla valenciana. Los apagué a soplidos pero no me atreví a hacer lo mismo con las animetes, más que por respeto, por miedo a que  "alguien" se sintiera ofendido y se me apareciese - ¡Oh, no! No debo pensar en estas cosas que estoy sola... -

La casa me resultaba amenazadora. Encendí la tele para sentirme acompañada pero ver la retahíla de corrupción, corruptos, presuntos, Pinochos, condenados o no, me puso furiosa y la apagué. Mejor sola que mal acompañada, me dije. Entonces oí un ¡chof! Corrí al comedor. Pascualita me salvaría de la soledad. A la luz de las llamitas vi el water y me acerqué con cuidado porque no sabía si la sirena había saltado al suelo... Una mano fría se posó en mi espalda y un escalofrío me recorrió de arriba abajo como una descarga eléctrica. Di la vuelta rápidamente y me encontré, cara a cara, con la Muerte.

Cuando recobré el conocimiento la señora de la guadaña me acercaba una copa de chinchón a los labios mientras le pedía al Conde Drácula que me tirara un vaso de agua para espabilarme. La Momia se acercaba renqueante, tratando de no pisar sus propias vendas y gruñendo palabras incomprensibles para un mortal. Tenía que despertar de la pesadilla que estaba viviendo y grité con todas mis fuerzas para que alguien viniera a salvarme. Y cuando ya creía que nada podía ser más terrorífico, un pequeño y horrible fantasma con cuernos voló hasta mi cabeza y en un santiamén me dejó el pelo hecho unos zorros.

- ¡Piedad, por favor. Piedaaaaaaaaaaaaad! - Unos golpes dados en el techo pero que, seguro, venían de lo más profundo del Infierno, hicieron que gritara más, mucho más, hasta quedarme afónica. Ya no me quedaban lágrimas ni voz, ni fuerzas para seguir soportando un ataque de ultratumba cuando escuché las risas. - ¡¡¡La madre que os parioooooooooooooooo!!!

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