domingo, 15 de julio de 2012

Cola cao, ensaimada y tranquilidad. ¡No ha venido la Cotilla! La abuela, enlutada, mira el reloj de pared - "Mira la hora que es y la Andreíta sin dimitir" - Esto quedará en agua de borrajas... ¿Vas a la playa? - "Sí. Me ha dicho Andresito que iremos a una cala desierta donde podamos dar rienda suelta a nuestra pasión" - ¡Jopé con el abuelo!... ¿Aún existen lugares así? - "Ya te lo contaré" - Bastará con que me digas que habéis encontrado la cala, los detalles íntimos son cosa vuestra. - "Que pacata eres... ¿Tú no sales?" - Me quedaré con Pascualita y dormiremos juntas viendo el Tour de Francia. - "Bonito panorama"

Una vez sola, me dediqué a lo que más me gusta: no hacer nada. Tumbada en el sofá, me puse a Pascualita encima y le leí la parte lúdica del Diario. Evité todo lo que oliera a política pura y dura, hoy es domingo, pensé y hay que dejar descansar a las meninges sin embargo no pude evitar acordarme de la Andreíta Fabra de las narices, gesticulando excitada, y gritando su famosa frase, gracias a la cual hemos sabido que está ocupando una plaza en el Congreso para hacer de animadora. Y por eso tiene derecho al coche oficial que  pagamos todos. Esto me puso de mal humor. ¿Cuántos como ella habrá en el Congreso y en el  Senado? Están allí, no por sus méritos, sino como pago a las ayudas prestadas al líder del partido en un momento determinado. Y lo mismo ocurre en las comunidades Autónomas. Pues ¡todos a la calle! y los coches oficiales ni tocarlos, que cojan taxis y contribuyan a reducir el paro entre los taxistas.

Pascualita me miraba fijamente. Me pareció que su cara tenía un tono más verdoso que de costumbre. Los ojos bizqueaban y la pelambrera de algas temblaba (¿qué le pasa a ésta? pensé) Un minuto después vomitó sobre mí ¡que asco de bicho! Justo es reconocer que lo pasó fatal, tenía continuas arcadas y los esfuerzos la dejaron para el arrastre. Yo no sabía qué hacer. Mientras lo decidía, Pascualita reptó hasta la altura de mi pecho y sin darme tiempo a mal pensar, me clavó los dientes con una furia que daba miedo. Salté del sofá y ella fue a estrellarse contra el suelo. Quedó conmocionada unos segundo y en cuanto se repuso me amenazó
abriendo y cerrando la dentadura con rabia. Cuando dejé de gritar y llorar me fijé en la diferencia que se estaba produciendo entre un pecho y otro ¿cómo voy a ir a trabajar mañana con "esto" así?. Tomé dos o tres copas de chinchón para calmarme y solo entonces caí en la cuenta de que quizás el mareo de la sirena se debía a mi excitación. Cuanto más me enfadaba, más deprisa respiraba y la pobre Pascualita no aguantó mucho rato tanto meneo y se mareó. ¡Menos mal que no la tiré por la ventana!

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