domingo, 26 de febrero de 2012

Un domingo tranquilo

Esta mañana había en la cocina el trajín de los días de fiesta. La abuela ha aceptado, por fín, invitar a comer a Andresito y a su hijo el Médico y ha preparado SUS canelones.

Toda la mañana he oído su parloteo, primero explicándole la receta, paso a paso, a Pascualita (por aquello de que si algún día vuelve a su hábitat, etc. etc.) En la radio han dado las últimas noticias sobre el caso Urdangarín que por lo visto no ha tenido la repercusión que tuvo ayer. Es natural, hoy  hace un día estupendo para ir a pasear a la playa o al campo como para perder el tiempo ante los Juzgados. La abuela está celosa. A ella también le hubiese gustado tener sus cinco minutos de gloria como a esa ciudadana que tiró dos huevos al coche del Duque - "¿Por qué no se me ocurrió a mí?. Seguro que ésta sale hasta en el programa de Ana Rosa" 

A mediodía ha llegado, puntúal, la Cotilla - Vengo a ver si puedo echarte una mano (ella sabe que a la abuela no le gusta tener a nadie trasteando en la cocina mientras trabaja, pero ha quedado bien la tía) - Poco después llegó Blas, el Parado - ¿Llego pronto? Es que estoy vendiendo kleenex en un semáforo que está cerca de aquí - El Municipal no vino, dijo que aún tenía los nervios alterados y mi casa no era el mejor sitio para su enfermedad. Andresito y el Médico trajeron una hermosa bandeja de pasteles que fue muy celebrada pero también traían una sorpresa ¡el abuelo!. A mi abuela por poco le da un patatú.

La mayoría repitió canelones y aún quedaron algunos para que se los llevaran Blas y la Cotilla. Una vez saciada el hambre, disfrutamos de la sobremesa con los pasteles, el café y una copita de licor. La abuela, que en cuanto vió al viejo renunció a ponerse a Pascualita de broche, estaba contenta porque todo iba sobre ruedas hasta que Blas dió un salto de la silla y miró azorado a las tres mujeres que estábamos en la mesa - "¿Qué te pasa?" - Poco después fue la Cotilla quién saltó, luego puso ojos de cordero degollado al Médico. Quise averiguar qué era lo que pasaba bajo la mesa del comedor y dejé caer la servilleta al suelo. Tuve que aguantar la risa al ver las piernas del viejo, abiertas y buscando a un lado y a otro, otras piernas que  tocar. Lo mismo las abría que las cruzaba, por eso los que sintieron el pie cariñoso no sabían quién podría ser. Afortunadamente estaba alejado de mí y la abuela tenía la silla bastante retirada de la mesa.

Me levanté a por Pascualita. La pobre había sido arrinconada nuevamente y no me parecía bien. Estaba en mi cuarto, en la pecera y se la veía muy enfadada y con razón porque Pepe sí que estaba en la reunión. La cogí con el guante de acero y las gafas de sol puestas y entré con ella en el comedor camuflada en un plato de galletas. A la abuela se le salían los ojos.

El chinchón empezó a hacer su efecto en Andresito y su hijo y se estaban poniéndo más pegajosos que un caramelo de menta. La Cotilla, en su afán de enterarse de la vida y milagros de todo bicho viviente, se había acercado al viejo y le estaba sonsacando historias sabrosas de su familia hasta que la tuvo a mano, entonces se convirtió en un pulpo metiendo mano a cuanta protuberancia  alcanzaba. La mujer se levantó airada - ¡Ay! ¡Me ha pellizcado en el culo!... ¡Asqueroso! - "Déjale, mujer, solo le quedan dos telediario" - Me dio la impresión de que la situación se nos escapaba de las manos así que, aparté tal Médico de mí y cayó suelo, cosa que le gustó muchísimo, luego  le acerqué la cabeza de jívaro al viejo - ¡Mire a ver si fué alguien a quién usted conoció! - Y a Andresito le pedí una galleta. El hombre alargó una mano (porque la otra la tenía ocupada en  mi abuela) hacia la bandeja. No le gustó lo que tocó - ¿Qué es esto? ¡Que asco! - No había terminado la frase cuando recibió un mordisco que le quitó toda la fiebre sexual. - ¡¡¡Aaaaahhhhh!!! .

Gracias a Pascualita nos libramos de nuestros pesados enamorados. La Cotilla y Blas, asustados, no sabían qué hacer. A nuestra señal volvieron a sentarse y una vez libres de los pulpos, disfrutamos de una tarde tranquila... menos Blas, que seguía intrigado en saber cúal de las tres le había acariciado la pierna con el pié.


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