sábado, 21 de enero de 2012

He conseguido que la Cotilla me entregue las copias de las llaves de casa, que no fue una sino tres las que hizo o eso ha declarado. Por otra parte he aceptado la invitación del médico a cenar; la abuela está encantada aunque le he dicho que no espere gran cosa de esta cita. Ya vestida y maquillada para salir, me ha pasado revista y he tenido que cambiarme. Nada le parecía bien. Fuera vaqueros, calcetas y jersey ancho. Al final he salido de casa hecha un pincel, ni yo me reconocía. Iba de negro de los pies a la cabeza: vestido corto (que no sé de dónde lo ha sacado), medias, botines, un fulard de seda roja sobre los hombros (como con desgana, me ha dicho "la entendida") labios rojo pasión. Y envuelta en un perfume tan embriagador que me ha mareado un poco, pero ella ha dicho que es infalible para que un hombre caiga rendido a los pies de cualquier mujer - "incluso a los tuyos". Ya estaba con un pie fuera de casa cuando ha recordado algo: - "¡Te falta un detalle!" - y me ha colocado a Pascualita a modo de prendedor - ¿Y si me muerde? - "Mejor, hija, así te realzará el pecho jijiji..."
Todo ha sido perfecto: el restaurante, la música de ambiente, la comida, el servicio y una vista sobre la bahía espectacular. Íbamos por el segundo plato cuando ha entrado en materia: que si le gustaba mucho, que si patatín, que si patatán. No le prestaba atención porque estaba disfrutando del menú. Nunca había comido cosas tan delicadas y buenísimas. Un rato después el rum rum de su soliloquio me ha dado dolor de cabeza y ni corta ni perezosa, le he dado una patada en la espinilla que lo ha levantado de la silla. Mientras una lágrima corría por sus mejillas, perfectamente afeitadas, ha susurrado - ¡Te quiero!.
Luego se fijó en el "broche" - Creo que el prendedor se ha movido - Por lo visto Pascualita tenía necesidad de meter la cabeza en agua de mar. Hice intentos de abrir la aguja. Al ver que no podía, mi acompañante se levantó, solícito, a ayudarme. Al hacer presión en el broche presionó también mi pecho, cosa que no me molestó en absoluto y también la cola de Pascualita, a la que sí le importó, apurada como estaba por la urgencia de respirar. Como un resorte saltó a la naríz del médico y la mordió con ahínco mientras yo me lo llevaba rápidamente hacia los lavabos. Después de arrancar a la sirena la metí en el termo que guardaba en el bolso. Mi acompañante, medio desmayado y con la naríz ensangrentada, me miraba con arrobo mientras, entre Ay y Ay, decía: ¡Eres la mujer de mi vida!

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