martes, 10 de enero de 2012

Estoy tan estresada que no tengo tiempo de pensar en mi mala suerte. No es ningún chollo llevar a Pascualita al trabajo. Se me ha olvidado que la pobre estaba encerrada en el termo y hasta tres horas después de salir de casa no se me ha ocurrido abrirlo. La sirena estaba histérica, creo que tenía claustrofobia. Lo primero que ha hecho ha sido dar un salto y caer sobre mi mesa de oficina. Al ir a cogerla me ha mostrado sus dientecitos de tiburón. No estaba dispuesta a que la encerrara otra vez. Después, reptando, se ha desplazado hasta mi bocadillo de chorizo y lo ha mordisqueado. Mi compañera, que había ido un momento al lavabo, dejando el suyo a la vista,  también lo ha encontrado mordido.- ¿Hay ratas aquí? - Es posible porque el mío está igual - Voy a denunciarlo a la Dirección ¡no puedo trabajar en un sitio en el que hay ratas! - No te precipites, mujer, no hemos visto ninguna - Por lo pronto no pienso comerme el bocadillo. ¡que asco! 
Regresé a casa sintiendo en la nuca el aliento pestilente de los espías aunque, seguramente nadie me seguía ni me espiaba. ¡Dichosa imaginación! Al abrir la puerta, vi en el suelo un papel con un ojo dibujado - ¡Oh, no!- grité y repetí - ¡Oh, no. Oh, no. Maldita sea ... ¿Dónde está la dichosa...? - me callé a tiempo. No era conveniente decir el nombre de la sirena ni de nada que pudiera relacionarla pero el caso era que ... ¡me la había dejado en el trabajo!. Cogí un taxi y llegué a la oficina cuando el vigilante estaba a punto de cerrar. Le supliqué que me dejara entrar - Me he dejado algo muy valioso - Ya lo recogerá esta tarde. Nadie lo tocará, además tengo el tiempo justo para ir a comer. Lo siento. - Fué su última palabra.
Cuando llegaron mis compañeros se hacieron cruces al encontrarme en mi puesto de trabajo porque tenía fama, merecida, de llegar la última. Encontré a Pascualita en el primer cajón. Debió resbalarse hasta allí siguiendo el olor del bocadillo que, obviamente, tampoco me comí, mi compañera no lo hubiese entendido.
Toda la tarde pasó la sirena en el termo y no salió de allí hasta que llegué a casa y la metí en su "acuario". Estaba enfadada y yo también. Puse la radio a su lado para que se entretuviera escuchando una voz, como si fuera la de la abuela. Pero Pascualita estaba inquieta y no paraba de nadar a toda pastilla y dar saltos mortales y así siguió una vez que la hube metido en la pecera para llevarla a mi cuarto. Por supuesto usé el guante de acero para cogerla. La coloqué sobre la mesilla de noche, así notaría mi cercanía y no se sentiría sola. Viéndola dar vueltas y vueltas acabé durmiendo a pierna suelta. Serían sobre las cuatro de la madrugada cuando se volcó la pecera mojándo mantas, sábanas y a una servidora. A punto del infarto y temblando como una hoja en la tormenta, quedé de pie contemplando el desguisado con ojos legañosos... ¿Dónde estaba la sardina asquerosa ...? ... Algo, a través de chorreante pijama, me arañaba en uno de los costados. Sin pensar en lo qué hacía, me rasqué con fuerza e inmediatamente sentí como se me clavaban los horribles y venenosos dientecitos - ¡¡¡Será cabrona!!!

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