domingo, 30 de octubre de 2011

6 de octubre

La abuela ha hecho un cocido de los que levantan a un muerto. Con uno de esos caldos con cinco centímetros de grasa que han soltado la punta de jamón, un buen trozo de tocino y media gallina con michelines. A la hora de comer siempre planta la olla sobre la mesa del comedor para no tener que estar yendo y viniendo de la cocina.
Mientras comemos, la pecera está en nuestra mesa y la abuela se dedica a tirarle migas de pan a Pascualita que parecen gustarle mucho pues no deja ni una. Eso me ha dado una idea para exponer un asunto que vengo rumiando casi desde que la sirena entró en nuestras vidas. Como el que no quiere la cosa, he dicho: Que pena que la pobre Pascualita tenga que conformarse con estas migajas cuando podría tener una gran despensa para ella sola. - "¿A qué te refieres?" - Pues en que podría estar tan ricamente entre los suyos... - "¿Es decir...?" - ya empezaba a tener la mosca detrás de la oreja ¡que lista es! - Llevarla al mar. Creo que es lo más norm... - No he podido terminar la frase. En un arranque de furia (a la abuela hay que temerle cuando se pone así) a cogido a Pascualita (sin miedo a los dientecitos de tiburón) y plantándomela ante los ojos, ha gritado: "¿Crees que una cosa tan pequeña y delicada como ésta puede estar tranquila en un lugar tan inmenso y oscuro donde se la puede comer cualquie...?" - Ella tampoco ha terminado su frase porque la sirena ha salido disparada de su mano ¡se le ha escurrido hacia arriba y ha caído en la olla de ese caldo que conservaba todo su calor! - ¡¡¡Pascualita, Pascualita. Súbete al cazo que te vas a cocer!!! - Y allí estaba mi abuela intentando pescar un medio pez que amenazaba con convertir el cocido en una sopa de pescado. Al final  ha aparecido la pobre, esmirriada y grasienta y a la abuela no se le ha ocurrido otra cosa que meterla debajo del grifo y fortarla con un estropajo suave. Afortunadamente he llegado a tiempo de evitar una desgracia (¡otra más!) He llenado un cuenco de agua de mar y la hemos metido allí, claro que el estropajo hemos tenido que usarlo durante un rato hasta que ha dejado de escurrirse.
Naturalmente, toda la culpa de lo que ha ocurrido ha recaído sobre mí y lo peor es que, viendo los gestos y los gritos que me ha prodigado y soltado la abuela, Pascualita ha llegado a la conclusión, errónea pero cualquiera se lo explica, de que, realmente, me la quiero cargar. Así que se ha pasado el resto del día sacando hacia fuera y con furia sus dientecitos cada vez que me ve. Llevo toda la tarde con las gafas de sol puestas, por si acaso. Y la abuela, tan pancha.

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